jueves, 19 de noviembre de 2015

Suerte

Por Pepe Serrano

Los rayos del sol se estrellaban inclementes contra el asfalto. El calor del verano creaba ondulaciones que deformaban la carrocería de los coches en la lejanía. Aparqué en el sitio de siempre. Saqué la sillita de playa y el pack de 12 cervezas que había preparado como de costumbre. Encontré un hueco idílico entre unos arbustos y un par de cactus que parecieron saludarme amigables. Allané un poco el terreno antes de dejar la silla y las latas a un lado. Por fin, envuelto en una fina capa de sudor, pude acomodarme sobre mi humilde trono rápidamente improvisado. Bebí con ansia el primer trago, pero el sabor a aluminio derretido pronto me hizo recular.

-La próxima vez me compraré una nevera.- Pensé.

En cualquier caso, la sed seguía acuciándome así que continué bebiendo. Pronto el sonido de los pocos coches que se aventuraban por aquella tierra inhóspita comenzó a expandirse. Venía y se iba tranquilamente como el mensaje que portan las olas del mar. Y aunque el olor a neumático quemado poco se parecía a la agradable brisa marina, a esas alturas era ya incapaz de distinguir esa clase de matices. Dejé caer mi mano sobre la arena cálida y cerré los parpados por unos instantes.

Cuando recobré la consciencia el paisaje había cambiado por completo. La arena y el sol seguían ardiendo con la misma intensidad, pero ahora estaban bañados por un mar cristalino de azul intenso. Me giré sobresaltado para prevenir cualquier amenaza que pudiera esconder aquella visión surrealista. Tras de mí se extendía una frondosa selva que se perdía en una espesa negrura. Con el rabillo del ojo noté como algo se movía a escasos metros de mi posición. Salté hacia atrás en un ademán instintivo para hallar ante mis ojos a la criatura más hermosa que jamás había contemplado. Yacía tumbada sobre su costado dándome la espalda. Refugiada en un manto blanco, sus cabellos oscuros contrastaban con el fulgor de la arena sobre la que descansaba. Me acerqué un poco. El viento arrastraba su dulce perfume en mi dirección. Alargué el brazo y justo cuando estaba a punto de tocarla, pareció sentir algo extraño y se volvió hacia mí precipitadamente.

-Perdona no quería asustarte.- Me disculpé.

-¡Que susto! Parecía que nunca ibas a despertar.

-¿Dónde me encuentro?- Me miró extrañada. Sus ojos eran de un azul muy claro, casi diáfanos. Su mirada parecía querer absorber todo aquello sobre lo que se posase.

-¿De verdad que no lo sabes?- Negué con la cabeza.

Continuó mirándome, esta vez dibujando una expresión traviesa sobre su rostro. De repente se levantó de un salto y salió corriendo hacia la orilla. Seguí sus pasos. El agua nos acariciaba los dedos de los pies.

-¿Quién eres?

-Soy la respuesta a todas tus preguntas. La redención de todos tus pecados.

-Vale…- Necesité unos instantes para procesar aquello.- ¿Y cómo debería llamarte?

-Puedes llamarme como quieras, aquí eso da un poco igual.- Respondió divertida.

- De acuerdo. Te llamaré Silvia entonces si te parece bien.

- Me parece perfecto.

- Está bien Silvia. ¿Qué se supone que debemos hacer ahora?

- No lo sé.- Volvió a reírse entre dientes.

- ¿Cómo qué no? Tú estabas aquí antes de que yo llegase. Deberías saberlo.- Empezaba a molestarme tanto misterio. Además, su tono burlón no hacía más que ponerme nervioso.

- Si te soy sincera no sabría decirte cuanto más tiempo que tu he estado aquí.

- Pero bueno, ¿algo habrás hecho no? ¿O me vas a decir que has estado todo el rato acostada como te encontré?

- No lo sé. ¿Por qué siempre hay que hacer algo?

Aquella pregunta volvió a descolocarme. No sabía si tomarme todas aquellas incongruencias como una muestra de cruel ironía o de auténtica confusión. Parecía hablarme desde la distancia, apartada de todo lo que la rodeaba, sumida en una indiferencia perenne. Se sentó en el suelo de cara al horizonte.

-¿Eres feliz, Mario?- Saltó de repente.

-¿Cómo? ¿Sí soy feliz? ¿En qué sentido? Un momento, ¿cómo sabes mi nombre?

-No lo sé. Simplemente lo sé. – Intenté que se explicase infructuosamente.

-Bueno da igual. De cualquier forma no sé qué quieres que te diga. No es fácil hablar sobre estos temas, y menos con un desconocido.

-¿Por qué no?

-Pues porque si alguien es feliz puede avergonzarse por presumir de ello y si no lo es puede avergonzarse aún más por no serlo.

-Está bien. Iremos poco a poco entonces. ¿Crees que podría haber algo ahora mismo que te hiciera más feliz?- Por primera vez vislumbré en ella un atisbo de ilusión. Me sentía mal llevándole la contraria, así que le dije lo primero que se me ocurrió.

-Me gustaría comer algo si no te importa.- Una enorme sonrisa iluminó su rostro.

-Eso tiene fácil solución.- Dicho lo cual arrancó a grandes zancadas hacia la selva.

-¡Espera, no irás a irte tu sola por…!- Pero antes de terminar ya se había marchado.

Me quedé allí parado, con cara de circunstancia. No sabía muy bien que pensar sobre todo aquello. Después de pocos minutos, mientras cavilaba abstraídamente, apareció por entre la vegetación con algo entre los brazos. Conforme se acercaba noté como se movía y emitía pequeños alaridos en su lucha por desembarazarse de su captora.

-¿Qué pasa, nunca habías visto un cordero?- Sonrió irónicamente.

-No en medio de la selva.

-Tienes que abrir un poco más la mente- Mientras me reprochaba mi falta de fe, observé como posicionaba dulcemente al animal en el suelo. Su víctima indefensa había dejado de forcejear, como si hubiera aceptado su trágico destino. Con la misma parsimonia, sacó un fino cuchillo de debajo del vestido y se lo acercó lentamente al cuello.

-¡No irás a degollarlo aquí mismo!- Aullé horrorizado.

-¿Dónde si no? Además es un buen corderito. Se está portando muy bien.- Rumió mientras lo acariciaba. De repente, lanzó una cuchillada fugaz y certera que fue seguida inmediatamente de un torrente de sangre oscura. El cordero chilló brevemente y en seguida se cayó, esta vez para siempre.

-¿Qué has hecho?

-¿Tú no querías comer?- Me miró extrañada.

-Sí, pero no así.

-¿Crees que hubiera corrido mejor suerte allí dentro?- Señaló a sus espaldas.- Todas las criaturas mueren solas en el jardín de la selva. Aquí por lo menos ha podido disfrutar de un momento de paz antes de marcharse.

-Ya…pero no sé, no me parece justo.- Estaba consternado tras la violencia del momento.

-Justo…nada es justo en la selva.- Se encogió de hombros.- Al cordero le toca perecer a manos del león de la misma forma que a este le tocará ser abandonado por su manada cuando no pueda valerse por sí mismo. La diferencia reside en que ni el cordero ni el león se preocupan lo más mínimo por esto mientras viven. Saben cuál es su papel y lo desempeñan a la perfección. Por otra parte, ¿acaso es justa la guerra, la desigualdad, el hambre o la pobreza? No, pero son parte de este mundo y no te queda otra que aceptarlo.

-Pero…no va a ser todo resignación, ¿no se puede al menos intentar cambiar el rumbo del mundo?

-Algunas cosas no se pueden cambiar…-Bajó la mirada al suelo y se quedó un momento pensativa. Después dijo- Ven conmigo quiero enseñarte una cosa.

Me cogió de la mano y echó a andar hacia la playa de nuevo. El sol comenzaba a morir en el horizonte. Los tímidos rayos de luz jugaban con su pelo y se reflejaban en un centelleo multicolor. El viento ondulaba los bajos de su vestido blanco. Todo era paz en aquel remanso de tranquilidad. Ya no quedaba nada del cordero ni el cuchillo en mi mente. Hundimos nuestros pies en el agua espumosa, sorprendentemente cálida. Seguimos caminando hasta que el nos llegó hasta las rodillas. Ella notó que vacilaba, así que aferró mi mano fuertemente y me dedicó una ligera sonrisa. Fue suficiente. El mar se extendía imponente ante nosotros, oscuro e inmenso. Cuando el agua me llegaba ya por el cuello me recorrió una ola de pánico. Sin embargo ella no parecía tener intención de frenar su travesía marina. Lentamente siguió avanzando hasta que quedamos completamente sumergidos. Entonces, cuando me di cuenta de que era capaz de dejarme ahogar por una absoluta desconocida, se giró y abrió los ojos. Aquella imagen me dejó marcado para siempre. La luz era únicamente la indispensable para intuir su figura y sus contornos se entremezclaban con las aguas de su alrededor. Su larga melena se derramaba en todas direcciones. Sus ojos claros brillaban como dos faros en medio de la noche. No parecía tener la necesidad de respirar. Me observaba profundamente, atravesándome con el fulgor de sus ojos. Tenía la sensación de que algo iba mal. El conjunto era demasiado armónico, demasiado perfecto para ser verdad. Su aspecto mágico me hizo pensar que a lo mejor era una sirena, o que albergaba alguna especie de monstruo marino tras aquella fachada uniforme. De repente, me cogió de la otra mano y tiró de mí hacia ella. En ese momento creí que iba a morir. Sin embargo, asió mi cabeza por detrás y la acercó a la suya mansamente. Sus ojos continuaban abiertos, emitiendo tanta luz que me era imposible no cerrar los míos. Cuando sus labios se posaron dulcemente sobre los míos, mi corazón se detuvo, me sentí flotando en el espacio y el tiempo, rezando porque aquella sensación no acabara nunca.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. Sólo sé que al final desperté, pero ya no había ni rastro de Silvia. Pronto averigüé donde me encontraba, y una sensación de vacío se me incrustó en el alma. Allí estaban la sillita, las latas de cerveza, el coche y hasta los cactus. No era posible que todo hubiera sido un sueño. Había sido demasiado real, demasiado importante. Me lancé frenético a caminar por el arcén, buscando sin saber muy bien el qué ni dónde. Conforme avanzaba por la carretera, me adentraba más y más en el desierto hasta que el calor se hizo casi insoportable. Estoy seguro de que recorrí varios kilómetros en aquel estado febril. Era incapaz de pararme a pensar, tenía que volver a verla. Después de varias horas de arrastrarme penosamente por aquella línea sin fin, el cansancio comenzó a hacer mella y a lanzarme dentelladas de cruda realidad. Estaba a punto de tirar la toalla, cuando divisé a lo lejos una extraña mancha en el borde de la carretera. No fue complicado, ya que la uniformidad de la arena y el asfalto hacía que cualquier nuevo elemento, por pequeño que fuera, destacara fácilmente. A escasos metros del descubrimiento se distinguía una forma de cruz. Al llegar: un rosario, unas cuantas flores marchitas y la foto de una chica de ojos incandescentes.

-¿Lo ves? Hay cosas que no se pueden cambiar.- La voz provenía de mi lado. Me volví y allí estaba de nuevo: la misma sonrisa despreocupada, la misma mirada serena, pero esta vez algo cambiada, como asomando un atisbo de tristeza entre bastidores.

-Pero entonces tú eres… ¿cómo? ¿Cuándo?- Me puse lívido, mis manos comenzaban a sudar y escuchaba en mis oídos las palpitaciones de mi pecho.

-¿De verdad que no lo sabes?- Preguntó melancólica. En ese momento comprendí.

-Dios… no me lo puedo creer. Eres tú…- Las lágrimas se arremolinaban detrás de mis ojos.

-¿Crees que fue justo que muriera tan joven?- Una punzada de dolor me atravesó el cuerpo.

-No… Claro que no… Lo siento… Yo no quería…- Silencio. Un torrente de lágrimas bañó mi cara hasta dejarse caer por mi barbilla.

-¿Entonces por qué no viniste a socorrerme cuando yacía medio muerta allí mismo?- Aquella frase sonó como una sentencia de muerte. No había escapatoria. Los hechos habían sido claros y precisos.

-Tenía miedo. No sabía qué hacer.- Tenía la boca seca. Mis piernas se balanceaban.

De pronto, su semblante triste se apaciguó. Otra vez me sonreía desinteresadamente. Se acercó, me agarró por detrás y me volvió a besar. Aterrado y confundido musité:

-¿Qué haces? ¿Por qué…?

-Porque da igual. En el fondo todo da igual.

-¿Cómo que da igual? ¿No te importa haber muerto por mi culpa?

-Puede que me importase si estuviese viva. Pero lo bueno que tiene la muerte es que te obliga a ver las cosas desde otra perspectiva. El caso es que si lo analizas objetivamente no fue más que un simple accidente, uno entre tantos miles de millones de entre tantas miles de millones de formas de morir que suceden todos los días.

-Pero eso no me exime de lo que hice. Es sólo una excusa para aligerar mi culpa.

-Nadie tuvo la culpa.- Afirmó rotundamente.- Contrariamente a lo que piensa la mayoría de la gente las cosas no suceden por una razón u otra. No existe una causa última. Venimos a este mundo con la misma insignificante pasividad con la que salimos de él. A pesar de esto la gente, antes que entregarse a las fluctuaciones del azar, al incierto caos de las matemáticas y la estadística; prefiere prodigarse a las estrellas, el tarot y la divina providencia. Lo que sea con tal de que su patética e insignificante vida tenga algo de sentido. Prefieren lidiar con los dictados del destino y asumir sus trágicas consecuencias. Se sienten cómodos bajo el inaguantable peso de la culpa y el asfixiante abrazo del remordimiento.- Su voz reflejaba una profunda amargura.- Pero yo querría decirte algo. En mi mundo la culpa sirve de bien poco. En mi mundo no hay asesinos ni ladrones ni tiranos ni culpables. Ya lo has visto. Allí solo existen la arena y el mar.

-Pero tú tenías un futuro, toda una vida por delante y yo te la robe.- Insití.

-Tú no me robaste nada. El futuro, lo mismo que la existencia en su totalidad es un regalo. Y un regalo es algo que por definición no le pertenece a uno sino que se le ha sido otorgado. El tiempo que este dura no es cuestión más que de la suerte. Por ejemplo aquella misma tarde podría haber sido atropellada por otro coche. O podría haber desarrollado alguna enfermedad incurable. Claramente hubiera sido poco probable. Pero exactamente igual de poco probable que lo que pasó. Y aun así pasó.

Terminó su discurso. Yo no me sentía mucho mejor que al principio. No había consuelo para lo que había hecho. Era demasiado pronto para olvidar algo que acababa de ser revelado. Tendría que pasar mucho tiempo para que la verdad dejase de ser tan dolorosa. Creo que se dio cuenta de esto, porque en seguida volvió a aproximarse. Me abrazó y me besó una última vez. De aquella forma, con esos gestos intentaba curar lo que no había sanado por medio de sus palabras. Estaba agotado. No podía pensar en nada. Así que cerré los ojos y me dejé llevar por aquel remolino azul hasta aquel lugar donde solo existían el mar y la arena. Aquel lugar donde nada importaba.

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