jueves, 19 de noviembre de 2015

Recopilación I · Suerte

El coche

Por Carlos Pérez

Cuando sus padres le preguntaron de qué color quería el coche, Elena dijo que negro. Que como le gustaba mucho el jebi métal, que le compraran un coche negro, porque iba con su rollo. Cuando cumplió 18 años le compraron un Toyota Corolla. Negro, claro.

A los padres no les hacía tanta gracia, pero accedieron, porque era la ilusión de la cría. Eran muy católicos, muy tradicionales y muy supersticiosos. Le dijeron a su hija que llevara mucho cuidado, que el color negro podría traer mal fario.

A las tres semanas de estrenar el coche, un tipo dio un volantazo en la misma calle donde vivían y le dio un golpe al Corolla. No fue culpa de Elena, pero esto no le hizo ni pizca de gracia a los padres.

Unos meses después, en un parquin público, una caricia a una columna dio pie a una discusión bastante tensa. En realidad, los padres no es que estuvieran enfadados con ella, sino muy preocupados. El colmo llegó en verano. Después de pasar el día en la playa se metió un piñazo en un semáforo cuando volvía a casa, le toparon por detrás.

Tres veces. Tres veces era demasiado, así que tres veces y ni una más. Los padres de Elena estaban convencidos que ese coche estaba maldito como mínimo, que se lo habían advertido y que no, que ese coche ya no lo iba a usar más. Y entonces la madre empezó a conducir el coche de la hija y la hija se puso al volante del Nissan Almera azul marino.

Elena no iba a dejar que un coche azul marino le cortase el rollo. Así que cada vez que salía de clase encendía el motor del Nissan y ponía a toda pastilla Iron Maiden y Blind Guardian en un gesto de rebeldía contracultural contra sus padres. La mayoría de sus compañeros le miraban raro y hacían muecas, molestos por el volumen, mientras Elena se preguntaba por qué no la invitaban nunca a las fiestas.

No obstante, siempre se enteraba de cuándo eran. Las fiestas en casa de Julio eran multitudinarias y bastaban un par de llamadas de teléfono para enterarse del día y la hora.

Al Nissan se le encasquilló un día la puerta del piloto y lo llevaron el jueves al taller. Y como es habitual en estos casos, su padre decidió que el coche se lo quedaran un día más para que le miraran un problema en el cambio de marchas que arrastraba desde hacía tiempo. El mecánico les dijo recogerlo el viernes estaba complicado, y como ya venía el fin de semana, que vinieran el lunes a primera hora.

Elena estaba sin coche y con ganas de fiesta, pero no dudó ni un segundo en tentar a la suerte y conducir el Corolla. Cogió las llaves sin que sus padres se dieran cuenta, les dijo que iba a salir y se presentó en la fiesta de Julio.

Era una casa grande. Un chalet enorme con piscina. Bebió sola y en compañía, habló con chicos y chicas, con amigos y con desconocidos, y fumó y tosió porque no sabía fumar, así que siguió bebiendo.

A las tres de la mañana la fiesta no daba más de sí y decidió marcharse, aunque la mayoría de personas seguían allí. Estaba contenta. No se lo había pasado mal, y en menos de veinte minutos estaría de vuelta en casa. Sana y salva.

Atravesó el jardín y salió a la calle, buscando su coche de entre una gran hilera de vehículos. Cuando lo encontró, arrancó el Nissan y conectó el teléfono a los altavoces del coche, puso Rhapsody of Fire. Metió marcha atrás y pisó el acelerador con un poco más de fuerza de la ideal. En un segundo, el coche retrocedió con tanta fuerza que golpeó el morro del coche de detrás. A pesar de que Elena tenía la música puesta pudo escuchar con nitidez el sonido del choque y los cristales de los faros al romperse.

Pero escuchó algo más.

Un grito.

Un grito de dolor. De alguien. De una persona.

Miró por el espejo y vio que había una figura entre los dos coches. Reconoció su cara, era un chico de la fiesta, aunque no lo conocía. Sus piernas se habían quedado atrapadas entre ambos coches. La piba metió primera y aceleró, liberando al chaval, que cayó al suelo.

La piba se bajó del coche y fue a por él. Estaba tirado en el suelo, de lado. La luz roja de las luces traseras iluminaba vagamente la escena. Entre la borrachera y la música Elena se había quedado paralizada. Había mucha sangre en el suelo y en los coches. Elena no era una experta en anatomía, pero a pesar del alcohol comprendió que las piernas del chico parecían estar dobladas por sitios en los que deberían estar rectas. El chaval estaba aturdido, tirado en el suelo, y tenía los ojos cerrados. Quizá por el dolor, no se movía, aunque respiraba con mucha fuerza.

Le había partido las piernas.

Y ahora qué.

Un coche golpea a otro coche con un chico en medio. La chica está borracha y sus padres no saben que está aquí.

Sorteó el cuerpo del chico y abrió el maletero, pero enseguida desechó la idea: ¿qué iba a hacer con el cuerpo del muchacho, llevarlo al hospital? ¿A su casa?

Miró hacia la casa. Nadie había notado nada ni parecía haber escuchado nada. Cerró el maletero, agarró al tipo de los antebrazos y comenzó a arrastrarlo hasta el jardín de la casa. Lo dejaría en el jardín, junto a la puerta de la casa. Ya lo vería alguien. Ya se inventaría algo para explicarle a los padres lo del accidente.

Solo faltaban unos metros, pero ella no llegaba al metro sesenta y cinco y el chico era bastante alto, así que le costaba moverlo. Se fijó de nuevo en las piernas. Menudo desastre. Por fin, lo dejó tirado en la hierba. Ya está, ya casi. Cuando dio los primeros pasos en dirección a su coche, la puerta de la casa se abrió. Elena se giró y vio a un chico y a una chica que salían. Cuando vieron el cuerpo del muchacho, la chica gritó. El otro señaló a Elena.

La habían descubierto.

Suerte

Por Pepe Serrano

Los rayos del sol se estrellaban inclementes contra el asfalto. El calor del verano creaba ondulaciones que deformaban la carrocería de los coches en la lejanía. Aparqué en el sitio de siempre. Saqué la sillita de playa y el pack de 12 cervezas que había preparado como de costumbre. Encontré un hueco idílico entre unos arbustos y un par de cactus que parecieron saludarme amigables. Allané un poco el terreno antes de dejar la silla y las latas a un lado. Por fin, envuelto en una fina capa de sudor, pude acomodarme sobre mi humilde trono rápidamente improvisado. Bebí con ansia el primer trago, pero el sabor a aluminio derretido pronto me hizo recular.

-La próxima vez me compraré una nevera.- Pensé.

En cualquier caso, la sed seguía acuciándome así que continué bebiendo. Pronto el sonido de los pocos coches que se aventuraban por aquella tierra inhóspita comenzó a expandirse. Venía y se iba tranquilamente como el mensaje que portan las olas del mar. Y aunque el olor a neumático quemado poco se parecía a la agradable brisa marina, a esas alturas era ya incapaz de distinguir esa clase de matices. Dejé caer mi mano sobre la arena cálida y cerré los parpados por unos instantes.

Cuando recobré la consciencia el paisaje había cambiado por completo. La arena y el sol seguían ardiendo con la misma intensidad, pero ahora estaban bañados por un mar cristalino de azul intenso. Me giré sobresaltado para prevenir cualquier amenaza que pudiera esconder aquella visión surrealista. Tras de mí se extendía una frondosa selva que se perdía en una espesa negrura. Con el rabillo del ojo noté como algo se movía a escasos metros de mi posición. Salté hacia atrás en un ademán instintivo para hallar ante mis ojos a la criatura más hermosa que jamás había contemplado. Yacía tumbada sobre su costado dándome la espalda. Refugiada en un manto blanco, sus cabellos oscuros contrastaban con el fulgor de la arena sobre la que descansaba. Me acerqué un poco. El viento arrastraba su dulce perfume en mi dirección. Alargué el brazo y justo cuando estaba a punto de tocarla, pareció sentir algo extraño y se volvió hacia mí precipitadamente.

-Perdona no quería asustarte.- Me disculpé.

-¡Que susto! Parecía que nunca ibas a despertar.

-¿Dónde me encuentro?- Me miró extrañada. Sus ojos eran de un azul muy claro, casi diáfanos. Su mirada parecía querer absorber todo aquello sobre lo que se posase.

-¿De verdad que no lo sabes?- Negué con la cabeza.

Continuó mirándome, esta vez dibujando una expresión traviesa sobre su rostro. De repente se levantó de un salto y salió corriendo hacia la orilla. Seguí sus pasos. El agua nos acariciaba los dedos de los pies.

-¿Quién eres?

-Soy la respuesta a todas tus preguntas. La redención de todos tus pecados.

-Vale…- Necesité unos instantes para procesar aquello.- ¿Y cómo debería llamarte?

-Puedes llamarme como quieras, aquí eso da un poco igual.- Respondió divertida.

- De acuerdo. Te llamaré Silvia entonces si te parece bien.

- Me parece perfecto.

- Está bien Silvia. ¿Qué se supone que debemos hacer ahora?

- No lo sé.- Volvió a reírse entre dientes.

- ¿Cómo qué no? Tú estabas aquí antes de que yo llegase. Deberías saberlo.- Empezaba a molestarme tanto misterio. Además, su tono burlón no hacía más que ponerme nervioso.

- Si te soy sincera no sabría decirte cuanto más tiempo que tu he estado aquí.

- Pero bueno, ¿algo habrás hecho no? ¿O me vas a decir que has estado todo el rato acostada como te encontré?

- No lo sé. ¿Por qué siempre hay que hacer algo?

Aquella pregunta volvió a descolocarme. No sabía si tomarme todas aquellas incongruencias como una muestra de cruel ironía o de auténtica confusión. Parecía hablarme desde la distancia, apartada de todo lo que la rodeaba, sumida en una indiferencia perenne. Se sentó en el suelo de cara al horizonte.

-¿Eres feliz, Mario?- Saltó de repente.

-¿Cómo? ¿Sí soy feliz? ¿En qué sentido? Un momento, ¿cómo sabes mi nombre?

-No lo sé. Simplemente lo sé. – Intenté que se explicase infructuosamente.

-Bueno da igual. De cualquier forma no sé qué quieres que te diga. No es fácil hablar sobre estos temas, y menos con un desconocido.

-¿Por qué no?

-Pues porque si alguien es feliz puede avergonzarse por presumir de ello y si no lo es puede avergonzarse aún más por no serlo.

-Está bien. Iremos poco a poco entonces. ¿Crees que podría haber algo ahora mismo que te hiciera más feliz?- Por primera vez vislumbré en ella un atisbo de ilusión. Me sentía mal llevándole la contraria, así que le dije lo primero que se me ocurrió.

-Me gustaría comer algo si no te importa.- Una enorme sonrisa iluminó su rostro.

-Eso tiene fácil solución.- Dicho lo cual arrancó a grandes zancadas hacia la selva.

-¡Espera, no irás a irte tu sola por…!- Pero antes de terminar ya se había marchado.

Me quedé allí parado, con cara de circunstancia. No sabía muy bien que pensar sobre todo aquello. Después de pocos minutos, mientras cavilaba abstraídamente, apareció por entre la vegetación con algo entre los brazos. Conforme se acercaba noté como se movía y emitía pequeños alaridos en su lucha por desembarazarse de su captora.

-¿Qué pasa, nunca habías visto un cordero?- Sonrió irónicamente.

-No en medio de la selva.

-Tienes que abrir un poco más la mente- Mientras me reprochaba mi falta de fe, observé como posicionaba dulcemente al animal en el suelo. Su víctima indefensa había dejado de forcejear, como si hubiera aceptado su trágico destino. Con la misma parsimonia, sacó un fino cuchillo de debajo del vestido y se lo acercó lentamente al cuello.

-¡No irás a degollarlo aquí mismo!- Aullé horrorizado.

-¿Dónde si no? Además es un buen corderito. Se está portando muy bien.- Rumió mientras lo acariciaba. De repente, lanzó una cuchillada fugaz y certera que fue seguida inmediatamente de un torrente de sangre oscura. El cordero chilló brevemente y en seguida se cayó, esta vez para siempre.

-¿Qué has hecho?

-¿Tú no querías comer?- Me miró extrañada.

-Sí, pero no así.

-¿Crees que hubiera corrido mejor suerte allí dentro?- Señaló a sus espaldas.- Todas las criaturas mueren solas en el jardín de la selva. Aquí por lo menos ha podido disfrutar de un momento de paz antes de marcharse.

-Ya…pero no sé, no me parece justo.- Estaba consternado tras la violencia del momento.

-Justo…nada es justo en la selva.- Se encogió de hombros.- Al cordero le toca perecer a manos del león de la misma forma que a este le tocará ser abandonado por su manada cuando no pueda valerse por sí mismo. La diferencia reside en que ni el cordero ni el león se preocupan lo más mínimo por esto mientras viven. Saben cuál es su papel y lo desempeñan a la perfección. Por otra parte, ¿acaso es justa la guerra, la desigualdad, el hambre o la pobreza? No, pero son parte de este mundo y no te queda otra que aceptarlo.

-Pero…no va a ser todo resignación, ¿no se puede al menos intentar cambiar el rumbo del mundo?

-Algunas cosas no se pueden cambiar…-Bajó la mirada al suelo y se quedó un momento pensativa. Después dijo- Ven conmigo quiero enseñarte una cosa.

Me cogió de la mano y echó a andar hacia la playa de nuevo. El sol comenzaba a morir en el horizonte. Los tímidos rayos de luz jugaban con su pelo y se reflejaban en un centelleo multicolor. El viento ondulaba los bajos de su vestido blanco. Todo era paz en aquel remanso de tranquilidad. Ya no quedaba nada del cordero ni el cuchillo en mi mente. Hundimos nuestros pies en el agua espumosa, sorprendentemente cálida. Seguimos caminando hasta que el nos llegó hasta las rodillas. Ella notó que vacilaba, así que aferró mi mano fuertemente y me dedicó una ligera sonrisa. Fue suficiente. El mar se extendía imponente ante nosotros, oscuro e inmenso. Cuando el agua me llegaba ya por el cuello me recorrió una ola de pánico. Sin embargo ella no parecía tener intención de frenar su travesía marina. Lentamente siguió avanzando hasta que quedamos completamente sumergidos. Entonces, cuando me di cuenta de que era capaz de dejarme ahogar por una absoluta desconocida, se giró y abrió los ojos. Aquella imagen me dejó marcado para siempre. La luz era únicamente la indispensable para intuir su figura y sus contornos se entremezclaban con las aguas de su alrededor. Su larga melena se derramaba en todas direcciones. Sus ojos claros brillaban como dos faros en medio de la noche. No parecía tener la necesidad de respirar. Me observaba profundamente, atravesándome con el fulgor de sus ojos. Tenía la sensación de que algo iba mal. El conjunto era demasiado armónico, demasiado perfecto para ser verdad. Su aspecto mágico me hizo pensar que a lo mejor era una sirena, o que albergaba alguna especie de monstruo marino tras aquella fachada uniforme. De repente, me cogió de la otra mano y tiró de mí hacia ella. En ese momento creí que iba a morir. Sin embargo, asió mi cabeza por detrás y la acercó a la suya mansamente. Sus ojos continuaban abiertos, emitiendo tanta luz que me era imposible no cerrar los míos. Cuando sus labios se posaron dulcemente sobre los míos, mi corazón se detuvo, me sentí flotando en el espacio y el tiempo, rezando porque aquella sensación no acabara nunca.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. Sólo sé que al final desperté, pero ya no había ni rastro de Silvia. Pronto averigüé donde me encontraba, y una sensación de vacío se me incrustó en el alma. Allí estaban la sillita, las latas de cerveza, el coche y hasta los cactus. No era posible que todo hubiera sido un sueño. Había sido demasiado real, demasiado importante. Me lancé frenético a caminar por el arcén, buscando sin saber muy bien el qué ni dónde. Conforme avanzaba por la carretera, me adentraba más y más en el desierto hasta que el calor se hizo casi insoportable. Estoy seguro de que recorrí varios kilómetros en aquel estado febril. Era incapaz de pararme a pensar, tenía que volver a verla. Después de varias horas de arrastrarme penosamente por aquella línea sin fin, el cansancio comenzó a hacer mella y a lanzarme dentelladas de cruda realidad. Estaba a punto de tirar la toalla, cuando divisé a lo lejos una extraña mancha en el borde de la carretera. No fue complicado, ya que la uniformidad de la arena y el asfalto hacía que cualquier nuevo elemento, por pequeño que fuera, destacara fácilmente. A escasos metros del descubrimiento se distinguía una forma de cruz. Al llegar: un rosario, unas cuantas flores marchitas y la foto de una chica de ojos incandescentes.

-¿Lo ves? Hay cosas que no se pueden cambiar.- La voz provenía de mi lado. Me volví y allí estaba de nuevo: la misma sonrisa despreocupada, la misma mirada serena, pero esta vez algo cambiada, como asomando un atisbo de tristeza entre bastidores.

-Pero entonces tú eres… ¿cómo? ¿Cuándo?- Me puse lívido, mis manos comenzaban a sudar y escuchaba en mis oídos las palpitaciones de mi pecho.

-¿De verdad que no lo sabes?- Preguntó melancólica. En ese momento comprendí.

-Dios… no me lo puedo creer. Eres tú…- Las lágrimas se arremolinaban detrás de mis ojos.

-¿Crees que fue justo que muriera tan joven?- Una punzada de dolor me atravesó el cuerpo.

-No… Claro que no… Lo siento… Yo no quería…- Silencio. Un torrente de lágrimas bañó mi cara hasta dejarse caer por mi barbilla.

-¿Entonces por qué no viniste a socorrerme cuando yacía medio muerta allí mismo?- Aquella frase sonó como una sentencia de muerte. No había escapatoria. Los hechos habían sido claros y precisos.

-Tenía miedo. No sabía qué hacer.- Tenía la boca seca. Mis piernas se balanceaban.

De pronto, su semblante triste se apaciguó. Otra vez me sonreía desinteresadamente. Se acercó, me agarró por detrás y me volvió a besar. Aterrado y confundido musité:

-¿Qué haces? ¿Por qué…?

-Porque da igual. En el fondo todo da igual.

-¿Cómo que da igual? ¿No te importa haber muerto por mi culpa?

-Puede que me importase si estuviese viva. Pero lo bueno que tiene la muerte es que te obliga a ver las cosas desde otra perspectiva. El caso es que si lo analizas objetivamente no fue más que un simple accidente, uno entre tantos miles de millones de entre tantas miles de millones de formas de morir que suceden todos los días.

-Pero eso no me exime de lo que hice. Es sólo una excusa para aligerar mi culpa.

-Nadie tuvo la culpa.- Afirmó rotundamente.- Contrariamente a lo que piensa la mayoría de la gente las cosas no suceden por una razón u otra. No existe una causa última. Venimos a este mundo con la misma insignificante pasividad con la que salimos de él. A pesar de esto la gente, antes que entregarse a las fluctuaciones del azar, al incierto caos de las matemáticas y la estadística; prefiere prodigarse a las estrellas, el tarot y la divina providencia. Lo que sea con tal de que su patética e insignificante vida tenga algo de sentido. Prefieren lidiar con los dictados del destino y asumir sus trágicas consecuencias. Se sienten cómodos bajo el inaguantable peso de la culpa y el asfixiante abrazo del remordimiento.- Su voz reflejaba una profunda amargura.- Pero yo querría decirte algo. En mi mundo la culpa sirve de bien poco. En mi mundo no hay asesinos ni ladrones ni tiranos ni culpables. Ya lo has visto. Allí solo existen la arena y el mar.

-Pero tú tenías un futuro, toda una vida por delante y yo te la robe.- Insití.

-Tú no me robaste nada. El futuro, lo mismo que la existencia en su totalidad es un regalo. Y un regalo es algo que por definición no le pertenece a uno sino que se le ha sido otorgado. El tiempo que este dura no es cuestión más que de la suerte. Por ejemplo aquella misma tarde podría haber sido atropellada por otro coche. O podría haber desarrollado alguna enfermedad incurable. Claramente hubiera sido poco probable. Pero exactamente igual de poco probable que lo que pasó. Y aun así pasó.

Terminó su discurso. Yo no me sentía mucho mejor que al principio. No había consuelo para lo que había hecho. Era demasiado pronto para olvidar algo que acababa de ser revelado. Tendría que pasar mucho tiempo para que la verdad dejase de ser tan dolorosa. Creo que se dio cuenta de esto, porque en seguida volvió a aproximarse. Me abrazó y me besó una última vez. De aquella forma, con esos gestos intentaba curar lo que no había sanado por medio de sus palabras. Estaba agotado. No podía pensar en nada. Así que cerré los ojos y me dejé llevar por aquel remolino azul hasta aquel lugar donde solo existían el mar y la arena. Aquel lugar donde nada importaba.

Heureux

Por Beatriz S. Tajadura
En memoria de los asesinados el 14.11.2015 en París

Jamás pensé que pudieras marcharte con esa facilidad, como quien abandona una tienda que no le ha gustado. Te fuiste con esa cara de póker que siempre ponías cuando algo no te importaba o cuando te importaba demasiado como para mostrárselo a los demás. Porque lo cierto es que nunca quisiste que nadie viese lo que llevabas en el fondo de tu bolsillo. Por más que te preguntase y que dejase espacio a los silencios, para ver si ellos te hacían hablar, yo jamás escuché tu verdadera voz. Siempre me mirabas con unos ojos tan serenos, tan perfectamente impasibles, que no me quedaba duda de que esa uniformidad solo era posible en lo planeado, en lo construido, en la decisión callada. Nunca fuiste sincero conmigo. No sé si puedes serlo con alguien. Tal vez tampoco conozcas el significado de la sinceridad. Por eso una parte de mí no se sorprendió cuando la maleta desapareció contigo. Aquella maleta que nunca llegaste a deshacer del todo y que continuamente me recordaba, allí, desde esa esquina tan retraída y tan omnipresente, que algún día se cerraría y que tú volverías a irte como llegaste. Silencioso, educado, con la americana perfectamente planchada y los zapatos brillantes como si los estrenases cada día. Quizá lo hacías. Nunca te gustó empezar un nuevo día con recuerdos del anterior. No pensabas en el tiempo, no mirabas hacia atrás. A menudo me preguntaba si tus padres continuarían con vida, quizá en esa pequeña localidad próxima a Bangkok, de la que una vez encontré una imagen en tu muro de Facebook. No me hablaste de tus orígenes. Parecía que siempre hubieses sido aquel hombre altivo, atlético, magníficamente vestido, al que recibía los viernes a medianoche en la Terminal 4 y al que despedía los domingos por la tarde. Por eso no me extrañó cuando aquel viernes los pasajeros desfilaron hacia la cinta transportadora y tú no apareciste. De alguna manera supe que no me habías prometido nada, que era yo la que, voluntariamente, acudía cada viernes a aquella cita de la que nunca hablábamos pero que se había convertido en costumbre. No te gustaban las costumbres, como no te gustaban las comidas de domingo, ni los amaneceres lluviosos, ni los veranos. Odiabas los finales de año con toda tu rabia muda, quizás te recordaban que el tiempo no se detiene y que existen lugares a los que regresar. Por eso no me extrañó cuando no volviste. Me he convertido en su hogar, pensé. Me he convertido en costumbre. Y eso era más de lo que tú podías soportar.

Y sin embargo, tú no sabías que ni siquiera había alcanzado el aeropuerto de Orly. Salí a cenar con mi pequeña maleta, esa con que una vez tropezaste de camino al lavabo. Marie me esperaba en la esquina de la Avenue Parmentier, junto al metro de Goncourt. Esa misma mañana había reservado en Le Carillon, una mesa para dos. La noche era cálida y sin aire, algo inaudito para mediados de noviembre. Me disculpé por llegar tarde. Había tráfico cerca de la Plaza de la República. Marie no pareció molesta, más bien al contrario, me confesó. Había aprovechado para hacer algunas llamadas. El fondo de inversiones que le había dado problemas en la última semana se recuperaba según lo previsto. La medicina había surtido efecto. Mi trabajo es como el de una cuidadora de animales, solía decir, con su voz suave y su mirada esquiva. Si los alimentas como es debido, se mantendrán fuertes y tirarán de la máquina del dinero. Si pasan hambre, pegarán coces al aire y el sistema se vendrá abajo. Pidió una ensalada griega; yo vino blanco con ostras importadas. Me habló de sus días en Oxford, del mal tiempo, de los bosques frondosos que crecían junto a su casa. De alguna manera, quería decirme que era de buena familia y que había tenido una educación privilegiada. Yo atendía vagamente a sus palabras. No dejaban de asaltarme pensamientos sobre ti y tus consultas a un Whatsapp silencioso. Me estarías esperando, lo sabía, y esa idea me espantaba tanto que me llevó a volcarme en Marie. Ese momento, jugueteaba con su sortija de Cartier. Sugirió terminar la noche en Le Carmen, un club selecto con una amplia carta de cócteles. Oh, espera, olvidaba que tenías que coger el avión, dijo de pronto. Nuestros ojos se encontraron por primera vez aquella noche. Descubrí que los tenía azules. Ella pareció sorprendida también. Llevas el pañuelo fuera, observó. Me lo empujó al fondo del bolsillo de la chaqueta, en un gesto que me hizo sentir levemente incómodo. Olvídalo, ya iremos otro día.

Yo hacía la cama y recogía los platos de la noche anterior. Mi amiga Eli había tenido un niño hacía dos días y las demás nos habíamos reunido para celebrarlo en su nombre. Allí quedaban las botellas de Desperados, ahora llenas de aire, las bolsas de lechuga de colores, el guacamole. Lo deposité todo en el cubo de basura de la escalera y encendí el televisor. Alguien hablaba de la riada de inmigrantes a las puertas de la Unión Europea. Tú me habías dicho que serían el germen de los problemas futuros. Que eran delincuentes, que conocías bien su temperamento. No tenían educación, ni civismo, opinabas. Muchos no llegarían a integrarse jamás. Sencillamente, no eran occidentales. Y los que lo consiguiesen, sería a base de mucho esfuerzo y, sobre todo, de suerte. No hablabas mucho de tus creencias. No mencionaste si creías en Dios, si te atemorizaba la muerte, si tu fe estaba puesta en la ciencia. Pero sí repetías esas dos palabras, en las breves ocasiones en que me mostraste ese destello de ti: esfuerzo y suerte. La gente no conoce lo primero, decías. Tampoco da gracias por lo segundo. Por eso merecen sus lamentables vidas, pues no han hecho nada por conseguir otra cosa. La protesta es el signo de quien es demasiado perezoso para cambiar las cosas. La acción, y no la palabra, es la que muestra la valía del occidental. Tengo que decírtelo, admiro tu coherencia. Pues tú nunca me hablabas, pero siempre aparecías puntualmente en mi dormitorio. Eres el hombre de los actos y no de las palabras. Acababa de consultar mi teléfono una vez más, cuando reparé en que se había interrumpido la programación habitual. La mujer del telediario alertaba sobre un tiroteo en París, en una discoteca del bulevar Voltaire. A esa hora, tú ya no estarías allí. Tu avión estaría despegando, pensé.

Me quedo. No tengo por qué marcharme, en realidad. A Marie se le dibujó una media sonrisa. ¿No te arrepentirás después? Mañana tengo un desayuno en Kozy. No podré quedarme mucho. Supe que Marie no se refería a esa noche, sino a mi dormitorio a la mañana siguiente. Di un sorbo a mi copa de vino y reí entre dientes. Te gustará Kozy. Tienen unos croissants estupendos, los mejores de París. Habías estado esperando mi respuesta, expectante, aunque mirases a través del cristal. Al escuchar mis palabras sonreíste con los ojos, con esa técnica inapreciable que solo domináis los calculadores de oportunidades, los que jugáis desde la retaguardia, los instigadores de pasillos y agudos observadores. Los que sois como yo. Por eso supe que me quedaría contigo esa noche y que a la mañana siguiente yo me marcharía antes de tu desayuno en Kozy. Habían pasado varios minutos desde mi último pensamiento sobre Alicia, y ya no hubo ninguno más. Escuché un sonido breve y contundente, como un petardo de Navidad, y un dolor insoportable me perforó el abdomen. Le siguieron otros dos y entonces supe que eran disparos. Miré mi camisa blanca, donde el color rojo avanzaba como una tormenta. Junto a mis pies, vislumbré tus rodillas. Te habías agachado bajo el mantel, al igual que muchos comensales.

Entonces, te desplomaste. La sangre se te derramaba como el vino tinto. A mi alrededor, otras personas eran alcanzadas por las balas y caían al suelo como pájaros. Busqué la salida y eché a correr, con cuidado de no incorporarme. Tu cuerpo se quedó allí. Yo ya sabía que no podía hacer nada. Al día siguiente, di mi versión de lo ocurrido frente a una cámara de France Press. Mi rostro recorrió las pantallas de Alemania, de Reino Unido, de España. Cuando empezaron los disparos, intenté escapar, declaré. Había matrimonios, amigos, jóvenes. A muchos les alcanzaron las balas. Vi cómo muchos morían. Algunos, como yo, nos refugiamos en el interior del restaurante, tras la barra de las bebidas. Permanecimos inmóviles hasta que los disparos cesaron. A lo lejos, se escuchó como empezaban de nuevo, en otro lugar algo más alejado. Algunos tuvimos suerte y otros no.

Caprichosas casualidades

Por Helena V.

Un día, su madre le contó una historia que le impactó de tal forma que, a pesar de ser una niña en aquel momento, aún seguía nítidamente en su memoria. Era un cuento normal y corriente como lo eran el de la Cenicienta o el de Caperucita Roja pero a la vez era muy distinto. El que su madre le contó no había sido escrito hacía siglos sino que había salido directamente de la mente de esta. Seguramente tendría detalles autobiográficos y la influencia de todos los cuentos, relatos y novelas que había leído y escuchado a lo largo de su vida, pero no le importaba en lo más mínimo. La clave no estaba en la forma o en el estilo, estaba en el contenido “innovador” dentro del género.

Los protagonistas no vivían bajo hechizos o profecías que los movieran a través de un destino decidido y cerrado; no existía ningún leitmotiv que desencadenara el cumplimiento de un arbitrio ya designado desde el nacimiento. Nada de esto ocurría en su cuento. Si el destino no existía, tampoco lo hacía la suerte –ya fuera buena o mala- y los besos de amor verdadero no era la cura para todo. En su cuento tenías que luchar por lo que querías con uñas y dientes, debías esforzarte al máximo para lograr tu meta. Nada te iba a ser dado milagrosamente o por casualidad y, por tanto, no podías culpar a tu mala suerte porque no existía.

Todo dependía de uno mismo y de lo fuerte que fuera física y mentalmente. La felicidad, la tristeza, la salud o el amor eran las consecuencias de tus acciones y elecciones, ya fueran buenas, malas o simplemente opacas. Si obrabas mal para conseguir algún propósito no serías castigado ni premiado, solo vivirías con las consecuencias en tu propia mente si aparecía al menos un susurro recordando tus actos.

El relato que le había contado su madre un día antes de dormir le había afectado tan profundamente que toda su vida se había regido, consciente o inconscientemente por lo reflejado en él. Hoy era ya una adulta en con casi treinta años que seguía sin creer en la suerte y, por consiguiente, todos sus errores y fracasos eran tan propios como sus aciertos y sus éxitos. Tenía un empleo estable, una casa que consideraba su hogar y una larga lista de metas que alcanzar y logros conseguidos. Era feliz con su vida y las pequeñas cosas que le daban color y brillo pero aun así, había momentos en los que una especie de vacío al que no podía ponerle nombre la asolaba. Aquella mañana era uno de esos momentos.

Se levantó tarde porque la alarma no había sonado y se recriminó no haberse dado cuenta antes. Hizo caso omiso a la sensación que la acosaba. Llegó al trabajo puntual tras haberse saltado algunas normas de tráfico y se sentó en su escritorio. Siguió ignorando el vacío. Ella era abogada en una firma bastante importante en la zona pero siempre le asignaban los casos más simples. Como respuesta a esto solo se esforzaba al máximo para ganar cada uno de ellos de la mejor forma posible –y de momento, tenía un porcentaje de acierto del noventa por ciento-. Le encantaba su trabajo aunque no pudiera lucirse todo lo que le gustara ni defendiera casos que la apasionaran. De esta forma se sumergía en su trabajo para no pensar en la causa de ese vacío.

Parecía que ese día la sensación persistiría cuando su padre la llamó preguntándole si iría ese día a comer con ellos y con sus dos hermanos, a lo que respondió afirmativamente como lo hacía siempre. Aun no podía explicarse como todos seguían tan unidos como cuando vivían bajo el mismo techo y uno de los factores seguramente fuera el hecho de que adoraba a sus hermanos aunque siempre estuvieran discutiendo y que siempre necesitaba un abrazo de sus padres. Cada vez que estaban todos juntos se sentía completa y realizada, al igual que cuando realizaba alguno de sus viajes con Héctor, su hermano mayor, o sus amigos –que aunque eran pocos, eran muy importantes en su vida. Tenía puestas sus esperanzas en esa comida y en que ahuyentara el vacío –la soledad- por un tiempo.

Miró su agenda para organizar el trabajo y su propia mente. Descubrió entonces que la visita a sus padres iba a empeorar su estado pues era el aniversario de su boda. Y su hermano pequeño, Alejandro llevaría a su novia como también hacía Héctor con su ahora prometida. No quería ponerle nombre a su sensación pero en el fondo sabía que era soledad, soledad amorosa. Hacía años que no tenía una pareja y aunque no lo pensara la mayor parte del tiempo, ocupada como estaba con los casos, sus viajes y hobbies, creando su propio destino y su propia suerte, esa idea le rondaba la mente de vez en cuando. ¿Valía toda su lucha por medrar, superarse y conseguir sus sueños y metas si no los podía compartir con alguien de esa forma? Eliminó la sensación de su cabeza–o lo intentó-. No tenía nada que hacer hasta dos horas después así que salió a tomar el aire un rato. No solía pasear por la zona que rodeaba el despacho por lo que no conocía muy bien la zona, que era muy transitada y con grandes edificios modernos –eso que llaman el nuevo centro de la ciudad-.

Siempre le había entusiasmado los edificios antiguos -llenos de elegancia, porte y recuerdos- y era por eso por lo que no terminaba de agradarle esas nuevas estructuras repletas de cristales y con demasiada altura. Estaba merodeando por las calles pausada y abstraídamente cuando se quedó paralizada en medio de la acera sin razón aparente. Ella intentaba moverse pero algo se lo impedía, algo que le era ajeno y que no podía controlar. De pronto, mientras empezaba a notar como la ansiedad la invadía, algo chocó contra ella. Al caer el suelo tras el golpe salió del extraño trance y descubrió que un adolescente en un monopatín había sido la causa de su caída. El joven se disculpó varias veces y la ayudó a levantarse. Hizo una revisión para comprobar que toda ella estuviera en su sitio y le preguntó al chico si sabía de algún lugar en el que se pudiera sentar un rato y ver si el dolor del golpe se atenuaba. Este le contestó con una sonrisa de culpabilidad que a la librería a la que iba había sitio de sobra para descansar. Aceptó la oferta pensando en que tal vez podría comprarse algún libro como recompensa por su última victoria en el juzgado.

Recorrieron algunas calles que nunca había visto hasta llegar al lugar en unos pocos minutos. Desde fuera no parecía más que la típica librería de barrio: antigua pero no lo suficiente, pequeña, vacía y bastante escondida –tanto que sola nunca habría llegado hasta allí y que además le costaría bastante ubicarse para volver a su despacho-. El joven, que se había presentado como Láquesis, le abrió la puerta para que pasara y con ello descubrió que la tienda era mucho más de lo que parecía desde fuera. Era grande y luminosa, llena de estanterías y mesas con libros de todo tipo. Parecía un oasis entre todos esos edificios fríos y superficiales y sabía con total claridad que nunca habría entrado allí si no hubiera chocado con Láquesis –y no lo hubiera hecho de no ser por su parálisis momentánea-. En su ensimismamiento, su “amigo” había desaparecido así que decidió sentarse en alguno de aquellos cómodos sillones diseminados por toda la estancia y descansar. La cabeza le seguía doliendo y sus nauseas no parecían estar mejorando. Cerró los ojos y respiró profundamente, en un intento de sentirse mejor.

De pronto, escuchó pisadas apresuradas aproximándose hacia ella, por lo que abrió los ojos e intentó acomodarse lo mejor posible. Eran el chico y otro hombre, que supuso que sería quien atendía la tienda en esos momentos.

-¿Estás bien? Me ha explicado lo que te ha ocurrido y no tienes muy buen aspecto

-No me encuentro demasiado bien, la verdad. ¿Puedo quedarme aquí sentada un rato?

- Por supuesto, el tiempo que quieras. Como si estuvieras en tu propia casa. Por cierto, me llamo Hugo y soy el propietario de esto.- Respondió con una sonrisa cálida y tendiéndole la mano.

-Yo soy…- No pudo terminar la frase porque sin previo aviso, se había desmayado.

Cuando despertó, estaba en una ambulancia hacia el hospital. Tras quedar inconsciente habían llamado a urgencias al ver que no despertaba y Hugo, que tendría más o menos su edad, había montado con ella para que no fuera sola en el vehículo. Al final y tras varias horas de espera –en la que su acompañante había ido a por sus cosas al trabajo y avisado a sus jefes de donde se encontraba- le diagnosticaron un traumatismo craneoencefálico y aunque le dieron el alta, le explicaron que tendría que estar un par de días en reposo y vigilada por si le sucedía algo y empeoraba.

Cuando por fin aquel largo día terminó, después de tener que explicar a su familia todo lo que le había pasado y pedirles quedarse allí durante esos días de descanso, empezó a pensar que toda clase de casualidades la habían llevado hasta allí. Sucesos en los que ella no tenía nada que ver y que no podían ser la consecuencia de algo que hubiera hecho consciente o inconscientemente. Unos de los casos más importantes que llevaba estaba a punto de llegar a su fin y no podía pasarse en la cama sin hacer nada los días que debía. No iba a perder aunque se desmayara en los juzgados y no dejaría que otro se llevara el mérito cuando ella había hecho todo el trabajo. Tenía que luchar por lo que quería y sabía que sus ya la empezaban a mirar de forma diferente. Además, encima de la mesilla en su antiguo cuarto yacía un libro nuevo, regalo de su nuevo amigo, con su número de teléfono y una dedicatoria rogando por poder invitarla a un café. No podía evitar pensar, después de todo, que aunque ni la suerte ni el destino existían, había casualidades muy caprichosas que quizás la habían llevado a un nuevo comienzo y una nueva oportunidad.

Suerte

Por Lluís Pascual 
"¡Suerte!" el típico deseo ante las dificultades. No hay nada que afrontar sin que alguien encargue tu éxito a la diosa fortuna. Todos buscan tenerla de su lado para conseguir lo que se proponen. Pero nadie le da forma. La gente entiende que cogidos de su mano es posible cualquier cosa, todo resulta fácil y va a salir bien. ¿Porqué no evitar misticismo y afrontar la realidad?

Quizá tampoco sea justo echar la culpa de esto totalmente a la actualidad, dado que desde el principio de los tiempos el ser humano a buscado la compañía de algo que estuviera un nivel por encima, algo que a pesar de que escapara de su entendimiento le ayudara sin vacilar y le diera confianza necesaria para seguir afrontando retos. Muchos dioses han ocupado el lugar que ahora tiene la suerte como compañero frente a la vida y con ellos se le daba a ésta una dimensión mucho más profunda y trascendente ya que no servía solo con encomendarte; tenías que vivir de forma adecuada para que Ellos te ayudaran frente a las dificultades, pues si no estaban contentos no se iban siquiera a molestar en prestar atención a los que solicitaban sus favores.

De lo que sí deberíamos culparnos en la actualidad es de haber vaciado el concepto; ahora la suerte queda simplemente en un deseo, algo con lo que expresar mínimamente tu apoyo a la persona a la que diriges tal palabra o algo a lo que uno mismo puede aferrarse cuando ves reducidas las posibilidades de éxito. Pero a pesar de que sea un concepto vacío, con un significado quizá nulo, o simplemente desconocido, no somos capaces de dejarla ir; puede que porque sea más sencillo encomendarse a ella y culparla de los fracasos porque no estaba contigo a aceptar que realmente necesitamos con nosotros está en nuestro interior. Posiblemente el sentido común, el ímpetu y la tranquilidad sea lo que realmente queremos tener al lado. ¿Para qué dejar en manos de la suerte lo que queremos conseguir? ¿Porqué responsabilizarla a ella de lo que nos sale mal? Será más constructivo ser nosotros los que luchamos por el éxito dándolo todo y no dejarnos llevar por algo tan virtual.

viernes, 23 de octubre de 2015

Bienvenida

Hola a todos. Este grupo nace después de haberle dado varias vueltas a una inquietud. Mi idea era crear un espacio en el que varias personas se juntan a escribir y compartir sus historias cada cierto tiempo. Lo que pasa es que a veces a uno no le llega la inspiración y no sabe de qué carajo escribir. Este grupo para personas que les gusta escribir y simplemente buscan un motivo para crear una historia y compartirla.

Esto funcionaría más o menos así: se pone un tema en común, propuesto por una persona cada vez, y se dejan 20 días para escribir algo. Un cuento, una historia, una novela, lo que te salga. Sé que es poco tiempo y que los calendarios de cada uno están hasta arriba, pero creo que es un buen plazo. Después, subir cada texto a un blog y que éste fuera el escaparate, para poder leerlas todas ahí y comentar detalles sobre tu texto o el de otras personas.

Sé que lo he puesto en marcha con gente de diversas ciudades y que ni siquiera se conoce entre sí, entiendo que haya alguno. Pero bueno. Buen rollito.

¿Sobre qué se escribe? Cada semana se pondrá una o varias condiciones sobre las que todos tendremos que escribir... con total libertad. Y por 'condiciones' me refiero a cualquier cosa. Si la condición es 'colegio', se puede escribir una historia sobre un profesor, sobre un alumno, sobre una persona que le cuenta a otra que están pensando matricular a su hijo en el colegio... Todo vale. Todo vale mientras cumpla con la palabra clave. Y esto se puede complicar aún más. Habrá veces que las condiciones sean escenarios, personajes o incluso géneros. Y a partir de ahí, que cada uno aborde su historia como le venga en gana. Creo que puede ser interesante hacer trabajar un poco la mente de esta forma.
 
Todo esto se habla por el grupete Facebook, y hay absoluta libertad para invitar a quien queráis. Si tenéis un primo en Elche que escribe hisorias o un amigo que sabéis que no suelta el lápiz, ¡decídselo!

Lo dicho. 20 días para escribir la historia en cuestión (vale cualquier formato, extensión y demás). Cuando esté escrita, me la mandáis a este correo: cperez.20@outlook.es, y cuando llegue el día-D, cuelgo todas las historias en el blog (con vuestro nombre, con un pseudónimo, como se quiera). Se leen durante una semanica las historias del resto, se comentan, y ale, a por el siguiente reto.

A jugar.

Posdata: En breves, el primer reto.