jueves, 19 de noviembre de 2015

Caprichosas casualidades

Por Helena V.

Un día, su madre le contó una historia que le impactó de tal forma que, a pesar de ser una niña en aquel momento, aún seguía nítidamente en su memoria. Era un cuento normal y corriente como lo eran el de la Cenicienta o el de Caperucita Roja pero a la vez era muy distinto. El que su madre le contó no había sido escrito hacía siglos sino que había salido directamente de la mente de esta. Seguramente tendría detalles autobiográficos y la influencia de todos los cuentos, relatos y novelas que había leído y escuchado a lo largo de su vida, pero no le importaba en lo más mínimo. La clave no estaba en la forma o en el estilo, estaba en el contenido “innovador” dentro del género.

Los protagonistas no vivían bajo hechizos o profecías que los movieran a través de un destino decidido y cerrado; no existía ningún leitmotiv que desencadenara el cumplimiento de un arbitrio ya designado desde el nacimiento. Nada de esto ocurría en su cuento. Si el destino no existía, tampoco lo hacía la suerte –ya fuera buena o mala- y los besos de amor verdadero no era la cura para todo. En su cuento tenías que luchar por lo que querías con uñas y dientes, debías esforzarte al máximo para lograr tu meta. Nada te iba a ser dado milagrosamente o por casualidad y, por tanto, no podías culpar a tu mala suerte porque no existía.

Todo dependía de uno mismo y de lo fuerte que fuera física y mentalmente. La felicidad, la tristeza, la salud o el amor eran las consecuencias de tus acciones y elecciones, ya fueran buenas, malas o simplemente opacas. Si obrabas mal para conseguir algún propósito no serías castigado ni premiado, solo vivirías con las consecuencias en tu propia mente si aparecía al menos un susurro recordando tus actos.

El relato que le había contado su madre un día antes de dormir le había afectado tan profundamente que toda su vida se había regido, consciente o inconscientemente por lo reflejado en él. Hoy era ya una adulta en con casi treinta años que seguía sin creer en la suerte y, por consiguiente, todos sus errores y fracasos eran tan propios como sus aciertos y sus éxitos. Tenía un empleo estable, una casa que consideraba su hogar y una larga lista de metas que alcanzar y logros conseguidos. Era feliz con su vida y las pequeñas cosas que le daban color y brillo pero aun así, había momentos en los que una especie de vacío al que no podía ponerle nombre la asolaba. Aquella mañana era uno de esos momentos.

Se levantó tarde porque la alarma no había sonado y se recriminó no haberse dado cuenta antes. Hizo caso omiso a la sensación que la acosaba. Llegó al trabajo puntual tras haberse saltado algunas normas de tráfico y se sentó en su escritorio. Siguió ignorando el vacío. Ella era abogada en una firma bastante importante en la zona pero siempre le asignaban los casos más simples. Como respuesta a esto solo se esforzaba al máximo para ganar cada uno de ellos de la mejor forma posible –y de momento, tenía un porcentaje de acierto del noventa por ciento-. Le encantaba su trabajo aunque no pudiera lucirse todo lo que le gustara ni defendiera casos que la apasionaran. De esta forma se sumergía en su trabajo para no pensar en la causa de ese vacío.

Parecía que ese día la sensación persistiría cuando su padre la llamó preguntándole si iría ese día a comer con ellos y con sus dos hermanos, a lo que respondió afirmativamente como lo hacía siempre. Aun no podía explicarse como todos seguían tan unidos como cuando vivían bajo el mismo techo y uno de los factores seguramente fuera el hecho de que adoraba a sus hermanos aunque siempre estuvieran discutiendo y que siempre necesitaba un abrazo de sus padres. Cada vez que estaban todos juntos se sentía completa y realizada, al igual que cuando realizaba alguno de sus viajes con Héctor, su hermano mayor, o sus amigos –que aunque eran pocos, eran muy importantes en su vida. Tenía puestas sus esperanzas en esa comida y en que ahuyentara el vacío –la soledad- por un tiempo.

Miró su agenda para organizar el trabajo y su propia mente. Descubrió entonces que la visita a sus padres iba a empeorar su estado pues era el aniversario de su boda. Y su hermano pequeño, Alejandro llevaría a su novia como también hacía Héctor con su ahora prometida. No quería ponerle nombre a su sensación pero en el fondo sabía que era soledad, soledad amorosa. Hacía años que no tenía una pareja y aunque no lo pensara la mayor parte del tiempo, ocupada como estaba con los casos, sus viajes y hobbies, creando su propio destino y su propia suerte, esa idea le rondaba la mente de vez en cuando. ¿Valía toda su lucha por medrar, superarse y conseguir sus sueños y metas si no los podía compartir con alguien de esa forma? Eliminó la sensación de su cabeza–o lo intentó-. No tenía nada que hacer hasta dos horas después así que salió a tomar el aire un rato. No solía pasear por la zona que rodeaba el despacho por lo que no conocía muy bien la zona, que era muy transitada y con grandes edificios modernos –eso que llaman el nuevo centro de la ciudad-.

Siempre le había entusiasmado los edificios antiguos -llenos de elegancia, porte y recuerdos- y era por eso por lo que no terminaba de agradarle esas nuevas estructuras repletas de cristales y con demasiada altura. Estaba merodeando por las calles pausada y abstraídamente cuando se quedó paralizada en medio de la acera sin razón aparente. Ella intentaba moverse pero algo se lo impedía, algo que le era ajeno y que no podía controlar. De pronto, mientras empezaba a notar como la ansiedad la invadía, algo chocó contra ella. Al caer el suelo tras el golpe salió del extraño trance y descubrió que un adolescente en un monopatín había sido la causa de su caída. El joven se disculpó varias veces y la ayudó a levantarse. Hizo una revisión para comprobar que toda ella estuviera en su sitio y le preguntó al chico si sabía de algún lugar en el que se pudiera sentar un rato y ver si el dolor del golpe se atenuaba. Este le contestó con una sonrisa de culpabilidad que a la librería a la que iba había sitio de sobra para descansar. Aceptó la oferta pensando en que tal vez podría comprarse algún libro como recompensa por su última victoria en el juzgado.

Recorrieron algunas calles que nunca había visto hasta llegar al lugar en unos pocos minutos. Desde fuera no parecía más que la típica librería de barrio: antigua pero no lo suficiente, pequeña, vacía y bastante escondida –tanto que sola nunca habría llegado hasta allí y que además le costaría bastante ubicarse para volver a su despacho-. El joven, que se había presentado como Láquesis, le abrió la puerta para que pasara y con ello descubrió que la tienda era mucho más de lo que parecía desde fuera. Era grande y luminosa, llena de estanterías y mesas con libros de todo tipo. Parecía un oasis entre todos esos edificios fríos y superficiales y sabía con total claridad que nunca habría entrado allí si no hubiera chocado con Láquesis –y no lo hubiera hecho de no ser por su parálisis momentánea-. En su ensimismamiento, su “amigo” había desaparecido así que decidió sentarse en alguno de aquellos cómodos sillones diseminados por toda la estancia y descansar. La cabeza le seguía doliendo y sus nauseas no parecían estar mejorando. Cerró los ojos y respiró profundamente, en un intento de sentirse mejor.

De pronto, escuchó pisadas apresuradas aproximándose hacia ella, por lo que abrió los ojos e intentó acomodarse lo mejor posible. Eran el chico y otro hombre, que supuso que sería quien atendía la tienda en esos momentos.

-¿Estás bien? Me ha explicado lo que te ha ocurrido y no tienes muy buen aspecto

-No me encuentro demasiado bien, la verdad. ¿Puedo quedarme aquí sentada un rato?

- Por supuesto, el tiempo que quieras. Como si estuvieras en tu propia casa. Por cierto, me llamo Hugo y soy el propietario de esto.- Respondió con una sonrisa cálida y tendiéndole la mano.

-Yo soy…- No pudo terminar la frase porque sin previo aviso, se había desmayado.

Cuando despertó, estaba en una ambulancia hacia el hospital. Tras quedar inconsciente habían llamado a urgencias al ver que no despertaba y Hugo, que tendría más o menos su edad, había montado con ella para que no fuera sola en el vehículo. Al final y tras varias horas de espera –en la que su acompañante había ido a por sus cosas al trabajo y avisado a sus jefes de donde se encontraba- le diagnosticaron un traumatismo craneoencefálico y aunque le dieron el alta, le explicaron que tendría que estar un par de días en reposo y vigilada por si le sucedía algo y empeoraba.

Cuando por fin aquel largo día terminó, después de tener que explicar a su familia todo lo que le había pasado y pedirles quedarse allí durante esos días de descanso, empezó a pensar que toda clase de casualidades la habían llevado hasta allí. Sucesos en los que ella no tenía nada que ver y que no podían ser la consecuencia de algo que hubiera hecho consciente o inconscientemente. Unos de los casos más importantes que llevaba estaba a punto de llegar a su fin y no podía pasarse en la cama sin hacer nada los días que debía. No iba a perder aunque se desmayara en los juzgados y no dejaría que otro se llevara el mérito cuando ella había hecho todo el trabajo. Tenía que luchar por lo que quería y sabía que sus ya la empezaban a mirar de forma diferente. Además, encima de la mesilla en su antiguo cuarto yacía un libro nuevo, regalo de su nuevo amigo, con su número de teléfono y una dedicatoria rogando por poder invitarla a un café. No podía evitar pensar, después de todo, que aunque ni la suerte ni el destino existían, había casualidades muy caprichosas que quizás la habían llevado a un nuevo comienzo y una nueva oportunidad.

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