jueves, 19 de noviembre de 2015

El coche

Por Carlos Pérez

Cuando sus padres le preguntaron de qué color quería el coche, Elena dijo que negro. Que como le gustaba mucho el jebi métal, que le compraran un coche negro, porque iba con su rollo. Cuando cumplió 18 años le compraron un Toyota Corolla. Negro, claro.

A los padres no les hacía tanta gracia, pero accedieron, porque era la ilusión de la cría. Eran muy católicos, muy tradicionales y muy supersticiosos. Le dijeron a su hija que llevara mucho cuidado, que el color negro podría traer mal fario.

A las tres semanas de estrenar el coche, un tipo dio un volantazo en la misma calle donde vivían y le dio un golpe al Corolla. No fue culpa de Elena, pero esto no le hizo ni pizca de gracia a los padres.

Unos meses después, en un parquin público, una caricia a una columna dio pie a una discusión bastante tensa. En realidad, los padres no es que estuvieran enfadados con ella, sino muy preocupados. El colmo llegó en verano. Después de pasar el día en la playa se metió un piñazo en un semáforo cuando volvía a casa, le toparon por detrás.

Tres veces. Tres veces era demasiado, así que tres veces y ni una más. Los padres de Elena estaban convencidos que ese coche estaba maldito como mínimo, que se lo habían advertido y que no, que ese coche ya no lo iba a usar más. Y entonces la madre empezó a conducir el coche de la hija y la hija se puso al volante del Nissan Almera azul marino.

Elena no iba a dejar que un coche azul marino le cortase el rollo. Así que cada vez que salía de clase encendía el motor del Nissan y ponía a toda pastilla Iron Maiden y Blind Guardian en un gesto de rebeldía contracultural contra sus padres. La mayoría de sus compañeros le miraban raro y hacían muecas, molestos por el volumen, mientras Elena se preguntaba por qué no la invitaban nunca a las fiestas.

No obstante, siempre se enteraba de cuándo eran. Las fiestas en casa de Julio eran multitudinarias y bastaban un par de llamadas de teléfono para enterarse del día y la hora.

Al Nissan se le encasquilló un día la puerta del piloto y lo llevaron el jueves al taller. Y como es habitual en estos casos, su padre decidió que el coche se lo quedaran un día más para que le miraran un problema en el cambio de marchas que arrastraba desde hacía tiempo. El mecánico les dijo recogerlo el viernes estaba complicado, y como ya venía el fin de semana, que vinieran el lunes a primera hora.

Elena estaba sin coche y con ganas de fiesta, pero no dudó ni un segundo en tentar a la suerte y conducir el Corolla. Cogió las llaves sin que sus padres se dieran cuenta, les dijo que iba a salir y se presentó en la fiesta de Julio.

Era una casa grande. Un chalet enorme con piscina. Bebió sola y en compañía, habló con chicos y chicas, con amigos y con desconocidos, y fumó y tosió porque no sabía fumar, así que siguió bebiendo.

A las tres de la mañana la fiesta no daba más de sí y decidió marcharse, aunque la mayoría de personas seguían allí. Estaba contenta. No se lo había pasado mal, y en menos de veinte minutos estaría de vuelta en casa. Sana y salva.

Atravesó el jardín y salió a la calle, buscando su coche de entre una gran hilera de vehículos. Cuando lo encontró, arrancó el Nissan y conectó el teléfono a los altavoces del coche, puso Rhapsody of Fire. Metió marcha atrás y pisó el acelerador con un poco más de fuerza de la ideal. En un segundo, el coche retrocedió con tanta fuerza que golpeó el morro del coche de detrás. A pesar de que Elena tenía la música puesta pudo escuchar con nitidez el sonido del choque y los cristales de los faros al romperse.

Pero escuchó algo más.

Un grito.

Un grito de dolor. De alguien. De una persona.

Miró por el espejo y vio que había una figura entre los dos coches. Reconoció su cara, era un chico de la fiesta, aunque no lo conocía. Sus piernas se habían quedado atrapadas entre ambos coches. La piba metió primera y aceleró, liberando al chaval, que cayó al suelo.

La piba se bajó del coche y fue a por él. Estaba tirado en el suelo, de lado. La luz roja de las luces traseras iluminaba vagamente la escena. Entre la borrachera y la música Elena se había quedado paralizada. Había mucha sangre en el suelo y en los coches. Elena no era una experta en anatomía, pero a pesar del alcohol comprendió que las piernas del chico parecían estar dobladas por sitios en los que deberían estar rectas. El chaval estaba aturdido, tirado en el suelo, y tenía los ojos cerrados. Quizá por el dolor, no se movía, aunque respiraba con mucha fuerza.

Le había partido las piernas.

Y ahora qué.

Un coche golpea a otro coche con un chico en medio. La chica está borracha y sus padres no saben que está aquí.

Sorteó el cuerpo del chico y abrió el maletero, pero enseguida desechó la idea: ¿qué iba a hacer con el cuerpo del muchacho, llevarlo al hospital? ¿A su casa?

Miró hacia la casa. Nadie había notado nada ni parecía haber escuchado nada. Cerró el maletero, agarró al tipo de los antebrazos y comenzó a arrastrarlo hasta el jardín de la casa. Lo dejaría en el jardín, junto a la puerta de la casa. Ya lo vería alguien. Ya se inventaría algo para explicarle a los padres lo del accidente.

Solo faltaban unos metros, pero ella no llegaba al metro sesenta y cinco y el chico era bastante alto, así que le costaba moverlo. Se fijó de nuevo en las piernas. Menudo desastre. Por fin, lo dejó tirado en la hierba. Ya está, ya casi. Cuando dio los primeros pasos en dirección a su coche, la puerta de la casa se abrió. Elena se giró y vio a un chico y a una chica que salían. Cuando vieron el cuerpo del muchacho, la chica gritó. El otro señaló a Elena.

La habían descubierto.

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