jueves, 19 de noviembre de 2015

Heureux

Por Beatriz S. Tajadura
En memoria de los asesinados el 14.11.2015 en París

Jamás pensé que pudieras marcharte con esa facilidad, como quien abandona una tienda que no le ha gustado. Te fuiste con esa cara de póker que siempre ponías cuando algo no te importaba o cuando te importaba demasiado como para mostrárselo a los demás. Porque lo cierto es que nunca quisiste que nadie viese lo que llevabas en el fondo de tu bolsillo. Por más que te preguntase y que dejase espacio a los silencios, para ver si ellos te hacían hablar, yo jamás escuché tu verdadera voz. Siempre me mirabas con unos ojos tan serenos, tan perfectamente impasibles, que no me quedaba duda de que esa uniformidad solo era posible en lo planeado, en lo construido, en la decisión callada. Nunca fuiste sincero conmigo. No sé si puedes serlo con alguien. Tal vez tampoco conozcas el significado de la sinceridad. Por eso una parte de mí no se sorprendió cuando la maleta desapareció contigo. Aquella maleta que nunca llegaste a deshacer del todo y que continuamente me recordaba, allí, desde esa esquina tan retraída y tan omnipresente, que algún día se cerraría y que tú volverías a irte como llegaste. Silencioso, educado, con la americana perfectamente planchada y los zapatos brillantes como si los estrenases cada día. Quizá lo hacías. Nunca te gustó empezar un nuevo día con recuerdos del anterior. No pensabas en el tiempo, no mirabas hacia atrás. A menudo me preguntaba si tus padres continuarían con vida, quizá en esa pequeña localidad próxima a Bangkok, de la que una vez encontré una imagen en tu muro de Facebook. No me hablaste de tus orígenes. Parecía que siempre hubieses sido aquel hombre altivo, atlético, magníficamente vestido, al que recibía los viernes a medianoche en la Terminal 4 y al que despedía los domingos por la tarde. Por eso no me extrañó cuando aquel viernes los pasajeros desfilaron hacia la cinta transportadora y tú no apareciste. De alguna manera supe que no me habías prometido nada, que era yo la que, voluntariamente, acudía cada viernes a aquella cita de la que nunca hablábamos pero que se había convertido en costumbre. No te gustaban las costumbres, como no te gustaban las comidas de domingo, ni los amaneceres lluviosos, ni los veranos. Odiabas los finales de año con toda tu rabia muda, quizás te recordaban que el tiempo no se detiene y que existen lugares a los que regresar. Por eso no me extrañó cuando no volviste. Me he convertido en su hogar, pensé. Me he convertido en costumbre. Y eso era más de lo que tú podías soportar.

Y sin embargo, tú no sabías que ni siquiera había alcanzado el aeropuerto de Orly. Salí a cenar con mi pequeña maleta, esa con que una vez tropezaste de camino al lavabo. Marie me esperaba en la esquina de la Avenue Parmentier, junto al metro de Goncourt. Esa misma mañana había reservado en Le Carillon, una mesa para dos. La noche era cálida y sin aire, algo inaudito para mediados de noviembre. Me disculpé por llegar tarde. Había tráfico cerca de la Plaza de la República. Marie no pareció molesta, más bien al contrario, me confesó. Había aprovechado para hacer algunas llamadas. El fondo de inversiones que le había dado problemas en la última semana se recuperaba según lo previsto. La medicina había surtido efecto. Mi trabajo es como el de una cuidadora de animales, solía decir, con su voz suave y su mirada esquiva. Si los alimentas como es debido, se mantendrán fuertes y tirarán de la máquina del dinero. Si pasan hambre, pegarán coces al aire y el sistema se vendrá abajo. Pidió una ensalada griega; yo vino blanco con ostras importadas. Me habló de sus días en Oxford, del mal tiempo, de los bosques frondosos que crecían junto a su casa. De alguna manera, quería decirme que era de buena familia y que había tenido una educación privilegiada. Yo atendía vagamente a sus palabras. No dejaban de asaltarme pensamientos sobre ti y tus consultas a un Whatsapp silencioso. Me estarías esperando, lo sabía, y esa idea me espantaba tanto que me llevó a volcarme en Marie. Ese momento, jugueteaba con su sortija de Cartier. Sugirió terminar la noche en Le Carmen, un club selecto con una amplia carta de cócteles. Oh, espera, olvidaba que tenías que coger el avión, dijo de pronto. Nuestros ojos se encontraron por primera vez aquella noche. Descubrí que los tenía azules. Ella pareció sorprendida también. Llevas el pañuelo fuera, observó. Me lo empujó al fondo del bolsillo de la chaqueta, en un gesto que me hizo sentir levemente incómodo. Olvídalo, ya iremos otro día.

Yo hacía la cama y recogía los platos de la noche anterior. Mi amiga Eli había tenido un niño hacía dos días y las demás nos habíamos reunido para celebrarlo en su nombre. Allí quedaban las botellas de Desperados, ahora llenas de aire, las bolsas de lechuga de colores, el guacamole. Lo deposité todo en el cubo de basura de la escalera y encendí el televisor. Alguien hablaba de la riada de inmigrantes a las puertas de la Unión Europea. Tú me habías dicho que serían el germen de los problemas futuros. Que eran delincuentes, que conocías bien su temperamento. No tenían educación, ni civismo, opinabas. Muchos no llegarían a integrarse jamás. Sencillamente, no eran occidentales. Y los que lo consiguiesen, sería a base de mucho esfuerzo y, sobre todo, de suerte. No hablabas mucho de tus creencias. No mencionaste si creías en Dios, si te atemorizaba la muerte, si tu fe estaba puesta en la ciencia. Pero sí repetías esas dos palabras, en las breves ocasiones en que me mostraste ese destello de ti: esfuerzo y suerte. La gente no conoce lo primero, decías. Tampoco da gracias por lo segundo. Por eso merecen sus lamentables vidas, pues no han hecho nada por conseguir otra cosa. La protesta es el signo de quien es demasiado perezoso para cambiar las cosas. La acción, y no la palabra, es la que muestra la valía del occidental. Tengo que decírtelo, admiro tu coherencia. Pues tú nunca me hablabas, pero siempre aparecías puntualmente en mi dormitorio. Eres el hombre de los actos y no de las palabras. Acababa de consultar mi teléfono una vez más, cuando reparé en que se había interrumpido la programación habitual. La mujer del telediario alertaba sobre un tiroteo en París, en una discoteca del bulevar Voltaire. A esa hora, tú ya no estarías allí. Tu avión estaría despegando, pensé.

Me quedo. No tengo por qué marcharme, en realidad. A Marie se le dibujó una media sonrisa. ¿No te arrepentirás después? Mañana tengo un desayuno en Kozy. No podré quedarme mucho. Supe que Marie no se refería a esa noche, sino a mi dormitorio a la mañana siguiente. Di un sorbo a mi copa de vino y reí entre dientes. Te gustará Kozy. Tienen unos croissants estupendos, los mejores de París. Habías estado esperando mi respuesta, expectante, aunque mirases a través del cristal. Al escuchar mis palabras sonreíste con los ojos, con esa técnica inapreciable que solo domináis los calculadores de oportunidades, los que jugáis desde la retaguardia, los instigadores de pasillos y agudos observadores. Los que sois como yo. Por eso supe que me quedaría contigo esa noche y que a la mañana siguiente yo me marcharía antes de tu desayuno en Kozy. Habían pasado varios minutos desde mi último pensamiento sobre Alicia, y ya no hubo ninguno más. Escuché un sonido breve y contundente, como un petardo de Navidad, y un dolor insoportable me perforó el abdomen. Le siguieron otros dos y entonces supe que eran disparos. Miré mi camisa blanca, donde el color rojo avanzaba como una tormenta. Junto a mis pies, vislumbré tus rodillas. Te habías agachado bajo el mantel, al igual que muchos comensales.

Entonces, te desplomaste. La sangre se te derramaba como el vino tinto. A mi alrededor, otras personas eran alcanzadas por las balas y caían al suelo como pájaros. Busqué la salida y eché a correr, con cuidado de no incorporarme. Tu cuerpo se quedó allí. Yo ya sabía que no podía hacer nada. Al día siguiente, di mi versión de lo ocurrido frente a una cámara de France Press. Mi rostro recorrió las pantallas de Alemania, de Reino Unido, de España. Cuando empezaron los disparos, intenté escapar, declaré. Había matrimonios, amigos, jóvenes. A muchos les alcanzaron las balas. Vi cómo muchos morían. Algunos, como yo, nos refugiamos en el interior del restaurante, tras la barra de las bebidas. Permanecimos inmóviles hasta que los disparos cesaron. A lo lejos, se escuchó como empezaban de nuevo, en otro lugar algo más alejado. Algunos tuvimos suerte y otros no.

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